En Sant Feliu de Guíxols los llaman oriços; en Palafrugell, garoines; más arriba, garotes; en Tossa de Mar, bogamarins. Todo el mundo ha visto erizos de mar y más de uno se le han clavado sus espinas en el pie. Muchos los han comido, sobre todo en los últimos años, pues se han puesto de moda y todo el mundo está dispuesto a hacer garoinades. Los urbanitas de Barcelona tenemos que hacer estas cosas para satisfacer nuestra necesidad de conexión con la tierra, con las costumbres populares, con las tradiciones. Y así, cuando llega el otoño y las lluvias han sido propicias, todos vamos a buscar setas y a hacer destrozos en el sotobosque. Y así, algo que era de unos pocos ahora es de todo el mundo. Pasa lo mismo con los calçots. Típicos de una zona delimitada del país, ahora todo el mundo se atreve con ellos, y cualquier restaurante de carretera del Empordà organiza sus calçotades. Las distancias se han reducido y las costumbres se han extendido por todo el territorio.
Por suerte, habrá tantos calçots como queramos, es decir, tantos como plantemos y recolectemos. Pero setas, no. Y erizos, tampoco. La moda de las garoinades los está convirtiendo en un bien escaso. Y la pesca industrial –digo industrial porque está destinada a las conserveras– es nefasta para una especie que había sido abundante y que empieza a escasear.
Ahora es tiempo de erizos. A finales de enero, cuando las aguas del mar bajan de nivel y llegan días de suave tramontana, es un momento delicioso para comer media docena de erizos, cerca del mar, recién pescados. No sé si ya es una especie protegida y nos exponemos a ser multados, pero es uno de los placeres del invierno, de este invierno que, antes de sus crudezas de febrero y marzo, parece que quiere ofrecernos unos días benignos de anuncio de primavera. Dicen que ahora es cuando son mejores, cuando están más llenos. No lo sé. Yo, de niño, los había comido en verano y también eran maravillosos. Puesto que había muchos, eran fáciles de coger. Y requería un minucioso ritual familiar. Ir a cortar una caña, abrirla en cuatro partes por un extremo, hasta un nudo, y, mediante la ayuda de un tapón de corcho, mantener las cuatro patitas de la caña abiertas. Lo atábamos fuerte con un cordel y ya teníamos la oricera lista.
También construíamos, igualmente de caña, una especie de cucharillas para recoger las gónadas del animal, una vez abierto. Aquellos gajos de color naranja, yodados, dulzones, no podían de ningún modo entrar en contacto con ningún metal. Lo mismo pasa con el caviar, y es que las intimidades de los erizos son tan ricas como el más preciado caviar, sobre todo si lo acompañamos con un bocado de pan del de antaño, cocido en horno de leña y amasado con levadura natural, blando y perfumado, y tomamos un trago de vino tinto, un poco áspero.
Es un manjar delicado, y se tiene que comer solo por placer. No es cuestión de darse un hartón. Y es que su sabor es tan intenso, tan peculiar, que después de una docena, como máximo, nuestro umbral de percepción del gusto ya no da más de sí. Para mí, esta es la manera de comerlos: crudos y cerca de mar, y pescados de forma artesanal. Cuando leo recetas de erizos cocidos, gratinados, con bechamel, se me ponen los pelos de punta. Y cuando veo sacos llenos de erizos, aún más. Pero la moda ha acrecentado la demanda y ha convertido algo popular en un manjar caro. En Sant Feliu de Guíxols los anuncian a 12 euros la docena. O sea, a un euro por animalito. Y parece que los que van a pescarlos cobran medio por pieza.
Me gusta, en la mar baja, en los rincones tranquilos, verlos brillar. Algunos son negros como el azabache; otros tiran un punto a óxido; otros, a lila. Es un centelleo oscuro bajo las aguas claras. Y qué bien combina con el centelleo de oro de las mimosas en flor. Así, como cada vez hay menos erizos, las mimosas cada vez abundan más. Es una planta –arbusto, árbol– invasiva. Maravillosamente invasiva, porque pocas cosas son tan reconfortantes como ver un montón de mimosas floridas a finales de enero.
Son un anuncio de primavera, son una premonición del buen tiempo. Un cielo azul, cristalino, de tramontana; unas mimosas floridas; una mancha de erizos aferrados al granito rosado de las orillas de una cala, forman un acorde de sensaciones sutiles, musicales, mozartianas. La profundidad del cielo y la del mar; la presencia del dolor, oscuro y punzante, pero me río por dentro, de los erizos; el centelleo tan glorioso como fugaz de las mimosas... Así es la música de Mozart, así es la condición humana.
La mimosa no es una especie autóctona del Mediterráneo, aunque sobre todo en la Costa Azul francesa, en las costas de la Liguria italiana y últimamente en nuestra Costa Brava catalana se siente tan bien que forma parte, una parte inolvidable, del paisaje. Y no solo no es autóctona de aquí, sino que es originaria de las antípodas. La mimosa, nuestra mimosa (Acacia dealbata) es australiana y, según las crónicas, fue introducida en Europa hacia 1820. Nada, cuatro días. Los erizos, en cambio, tienen todo el aspecto de ser antediluvianos.
Ahora es tiempo de erizos. A finales de enero, cuando las aguas del mar bajan de nivel y llegan días de suave tramontana, es un momento delicioso para comer media docena de erizos, cerca del mar, recién pescados. No sé si ya es una especie protegida y nos exponemos a ser multados, pero es uno de los placeres del invierno, de este invierno que, antes de sus crudezas de febrero y marzo, parece que quiere ofrecernos unos días benignos de anuncio de primavera. Dicen que ahora es cuando son mejores, cuando están más llenos. No lo sé. Yo, de niño, los había comido en verano y también eran maravillosos. Puesto que había muchos, eran fáciles de coger. Y requería un minucioso ritual familiar. Ir a cortar una caña, abrirla en cuatro partes por un extremo, hasta un nudo, y, mediante la ayuda de un tapón de corcho, mantener las cuatro patitas de la caña abiertas. Lo atábamos fuerte con un cordel y ya teníamos la oricera lista.
También construíamos, igualmente de caña, una especie de cucharillas para recoger las gónadas del animal, una vez abierto. Aquellos gajos de color naranja, yodados, dulzones, no podían de ningún modo entrar en contacto con ningún metal. Lo mismo pasa con el caviar, y es que las intimidades de los erizos son tan ricas como el más preciado caviar, sobre todo si lo acompañamos con un bocado de pan del de antaño, cocido en horno de leña y amasado con levadura natural, blando y perfumado, y tomamos un trago de vino tinto, un poco áspero.
Es un manjar delicado, y se tiene que comer solo por placer. No es cuestión de darse un hartón. Y es que su sabor es tan intenso, tan peculiar, que después de una docena, como máximo, nuestro umbral de percepción del gusto ya no da más de sí. Para mí, esta es la manera de comerlos: crudos y cerca de mar, y pescados de forma artesanal. Cuando leo recetas de erizos cocidos, gratinados, con bechamel, se me ponen los pelos de punta. Y cuando veo sacos llenos de erizos, aún más. Pero la moda ha acrecentado la demanda y ha convertido algo popular en un manjar caro. En Sant Feliu de Guíxols los anuncian a 12 euros la docena. O sea, a un euro por animalito. Y parece que los que van a pescarlos cobran medio por pieza.
Me gusta, en la mar baja, en los rincones tranquilos, verlos brillar. Algunos son negros como el azabache; otros tiran un punto a óxido; otros, a lila. Es un centelleo oscuro bajo las aguas claras. Y qué bien combina con el centelleo de oro de las mimosas en flor. Así, como cada vez hay menos erizos, las mimosas cada vez abundan más. Es una planta –arbusto, árbol– invasiva. Maravillosamente invasiva, porque pocas cosas son tan reconfortantes como ver un montón de mimosas floridas a finales de enero.
Son un anuncio de primavera, son una premonición del buen tiempo. Un cielo azul, cristalino, de tramontana; unas mimosas floridas; una mancha de erizos aferrados al granito rosado de las orillas de una cala, forman un acorde de sensaciones sutiles, musicales, mozartianas. La profundidad del cielo y la del mar; la presencia del dolor, oscuro y punzante, pero me río por dentro, de los erizos; el centelleo tan glorioso como fugaz de las mimosas... Así es la música de Mozart, así es la condición humana.
La mimosa no es una especie autóctona del Mediterráneo, aunque sobre todo en la Costa Azul francesa, en las costas de la Liguria italiana y últimamente en nuestra Costa Brava catalana se siente tan bien que forma parte, una parte inolvidable, del paisaje. Y no solo no es autóctona de aquí, sino que es originaria de las antípodas. La mimosa, nuestra mimosa (Acacia dealbata) es australiana y, según las crónicas, fue introducida en Europa hacia 1820. Nada, cuatro días. Los erizos, en cambio, tienen todo el aspecto de ser antediluvianos.
Font: El Periodico
1 comentari:
pel seu interés
http://tossadelmal.blogspot.com/2010/02/la-mafia-tossenca.html
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